viernes, septiembre 01, 2006

Narrativa, 2do. lugar: Estación Caballito por Guillermo Eduardo Battaglia, Argentina


Estación Caballito
Guillermo Eduardo Battaglia, Argentina
Segundo lugar


Manuel, se sentó a mi lado en el único banco a la sombra del andén, de Estación Caballito. Me hablaba y decía todo el tiempo, vio, diga o vea Tío, cuando quería empezar a contarme alguna cosa de sus días.
Yo no tenía ganas de escucharlo, quería leer un libro. Treinta grados a las ocho de la mañana, me llevaron a buscar un sitio ventilado.
En mi casa no se podía ni respirar. Tenía la elección de haber ocupado una mesa en los diez y ocho grados del aire acondicionado del bar La Quintana, como más agradable para leer y reparar en la cara de gente que discute a los gritos sin entenderse con su compañero de mesa. Manuel dijo, vio Tío a mí dicen Lito, pero no me gusta, prefiero Manuel. Hace dos años que salgo unas horas con mi carrito a buscar lo que encuentro en la calle o entre la basura. La gente tira cosas que a otra gente le sirve. Cuantos años tenes Manuel, doce, vio Tío, doce años pero todos dicen que parezco de más. Sus manos y la piel de su rostro revelaban el apresurado desastre del tiempo. Manuel había tenido que crecer de repente. Me perdona si le pido un cigarrillo, dijo con sus ojos apuntando al suelo, disimulando su corta edad. Se lo di y le convidé otro para la vuelta. Este se lo llevo para mi mamá. A ella le gusta fumarse uno antes de ir a dormir y como para no gastar no compra, le va alegrar que le lleve uno. Sabe tío, hace rato que no le veo una sonrisa a mi mamá, y es tan linda cuando se ríe.
Era el día de los Reyes Magos, y a Manuel no lo afectaba.
Estaba sentado junto a mí, sostenido por la muda compañía de su carrito emparchado, con ruedas de triciclo. Quizás se hallaba reflejado entre cartones y botellas, sus regalos de Reyes manoseados al azar en bolsas de basura, entre vidrios cortantes y comida podrida.
Regalos sin el prólogo de los zapatitos en la puerta, sin agua, sin pasto, sin ilusiones de camellos que llegan se van y no se ven. Por momentos lo soñé personificando un rey mago del próximo milenio.
Manuel conocía el cuento de los Reyes Magos. Vio Tío, yo no me trago eso de los reyes magos, me cago de risa cuando dicen que Baltasar era negro. Pero ¿sabe que?, hace rato que estoy avivado.
Yo tenía un tío; Juanchi le decía mi vieja, y el chiflado se disfrazaba de canguro; era lo que tenía, y escondía en la panza autitos, plastilina y pastelitos de membrillo para las nenas, envueltos con el papel brillante de galletitas Terrabusi. Llegaba a la mañana temprano, con un tambor hecho de lata para aceite colgado del cuello, sonando como un camión de bomberos. Dejaba lo que traía y se iba sin decir ni palabra. Pero vio Tío, yo sabía que era mi tío Juan el loco.
Donde vivís, le dije. Yo vivo en Moreno, vio tío, con mi mamá y mi hermanita de cinco. Vea tío, hasta hace dos años lo mas lejos que había ido, fue hasta el cartel de la estación del tren, en Moreno.
Ahora salgo a la nochecita después de la siesta. En el día cuido a mi hermanita que está enferma de no sé bien que cosa rara, y mi vieja limpia casas todo el día. La gente es muy buena con mi mamá.
Cada fin de año le regalan ropa, zapatillas, buzos y algunas cosas nuevas que no van a usar más. Los guardamos para salir; para nosotros son los regalos dejados por los ángeles de la guarda, esos que mi mamá dice que siempre nos están cuidando. Reparé en las fantasías fijadas en esos tesoros. Para ellos eran regalos con periodo de espera, y que lindo hubiera sido verlos lucir con presunción esas zapatillas y esos buzos frisados el próximo invierno. Manuel vivía con su mamá y su hermanita enferma de no se sabe bien de qué, en una casita de un ambiente de madera y chapa, en una calle de tierra, a veinte cuadras de la estación del tren, en Moreno.
Hasta hace dos años era lo más lejos que él había llegado. Ahora junta cartón. Traté de ignorarlo. Quise leer y no pude. Quise pensar en nada y tampoco pude. Quise convidarle algo de comer pero me sentí mal.
Sentí la humillación que me invadía al ofrecerle y la que Manuel sentiría al aceptarla. No pude evitar indagar sobre que fue de su familia y le pregunté por su padre, y él contestó con infantil naturalidad, vea Tío; dios sabrá. La casita que levantó su padre era lo único que tenían.
Dormían los cuatro en el mismo ambiente donde pasaba la vida.
Me indigné repasando en lo terrible que habrá sido para Manuel, presenciar entre sueños mal dormidos, todo un muestrario de violencias cotidianas, aberraciones y Kamasutra. Un padre fugitivo de su familia. Manuel empujaba su carrito, reclinado sobre una supuesta alegría de adolescente que empezaba a criar patas de gallo, en las esquinas de su rostro. Manuel me dijo, diga Tío: ¿usted que hace? Por ahora, casi nada, leo, en la sombra ¿Y que lee?..Cuentos, leo cuento, le dije.
Manuel explicó, yo no pude terminar la primaria y cuando mi hermanita me pide que le lea un cuento, yo voy inventando por los dibujitos de las revistas de nenas que a veces encuentro y le llevo para que se ponga contenta. También le hago dibujos con tizas de colores, en una madera que pintó mi tío el loco. Ella trata de copiarlos, pero le cuesta mover sus manitos, no se que le pasa. Las mueve sin parar. Mi mamá dice que por la enfermedad no pude controlar los movimientos. Y sentada en la sillita de ruedas que nos regalaron en la sociedad de fomento vecinal del barrio, a veces le cuento cosas que invento de algún sueño que tengo, mientras duermo en el tren, agarrado a mi carrito y el cordón de mi zapatilla atado a la rueda, por si me lo quieren caminar. Manuel, le dije ¿Cómo son tus sueños?.. Vea Tío ¿no se vaya a reír? Te lo prometo, le dije.
Sueño con ser un tipo popular, con que la gente me quiere, y no ser un maldito y borracho como era mi viejo. A veces sueño que soy cura y hago misas y casamientos en una capillita como la de mi barrio.
Soñé que era pintor de cuadros, y pintaba a mi mamá y mi papá vestidos de recién casados. Y otra vez soñé con Dios todo de blanco dándome la mano, pero no la puedo agarrar, esta muy lejos. También sueño con ser músico y cantante, vestido con traje brilloso y moño negro, subido a los escenarios en recitales llenos de gente que aplauden, me encanta cantar, aunque mi hermana protesta. Me gustaría manejar aviones enormes como los que se ven las películas. Me enterré en sus sueños y en su búsqueda por un lugar en este mundo. Ninguno me pareció un exceso de efusión arrolladora. Él siguió contando sus sueños con tanto entusiasmo, con la total necesidad de hablar de sus cosas con alguien, que me sentí tan pequeño como un insecto. Manuel saltaba de una vocación a la siguiente y así a la otra, con el ímpetu de un galgo, por dejar el carro.
Conocía su realidad y sus pronosticadas responsabilidades. Por momentos dejaba sus sueños, y de un soplo regresaba a ellos con la misma ausencia de lógica que lo había espantado antes. Manuel era fresco, atrevido, y vibraba con su mirada clavada en el espacio, en la pericia por ser otro. Deseé mostrarle su actitud pero no la entendería. Estaba concentrado con sus ojitos negros viendo lejos su horizonte. Manuel no paraba de comentar cosas de todo tipo y contenido, y entonces me preguntó, diga Tío, ¿uste sabe lo que es despertarse con un hambre, como para comerse hasta las paredes? Me avergonzó tener que decirle no. Este niño tiene contenido, es como el Ave Fénix en tamaño infantil.
Tal vez amanece hambriento, deseoso por recargar energías y salir fortalecido hasta la estación del tren de Moreno. Debe haber disimulado al perverso que le había tocaba por padre, sentando a su hermanita en las rodillas, echándole mano a los abusos. Me llenó de ternura el cuento de sus desafíos a quince vueltas de molinete en la estación, saltándolo sin pagar boleto, con la complicidad del guarda y un ejército de soldaditos hambrientos escondidos en su carrito. Su mamá y su hermana uniformadas de comandantes de campo, motores de su sangre para empujar su desoldado carro. Transitaron otros trenes repletos de gente que mira y no quiere ver, y no quiere viajar con esta gente. Al próximo en llegar se trepó despidiéndose con un; chau jefe, y gracias por los cigarrillos. Manuel regresaba a su vida, a Moreno, a su casita de aquella calle de tierra con su mamá. Creí que le había robado un pedacito de esa casa de madera y de su calle, pero en realidad él me la obsequió por unos cigarrillos. Llevaba en su carro lo que supo juntar. En su rostro y sus patitas de gallo, la mueca del fastidio y de lo absurdo de ser tolerado a desgano. Vea tío, decía Manuel como inicio de unas historias riquísimas, que no sabré escribir, que no podré olvidar. Antes de trepar al tren con su carro hasta la estación Moreno, preguntó; ¿Diga tío, va a estar por aquí otra vez, para estar en el banco de la paciencia cuando espero el tren? Búcame pibe; le dije en un grito. Seguiremos contándonos cosas.
Eso especulé mientras el tren se alejaba. Y se fue, con sus trofeos de la obra del día. Su madre estaría esperándolo en la puerta con la imaginaria música de pompas y circunstancias, como un guerrero de regreso a casa. Mi espíritu viajó con él, en el tren. Ahogándome en el reino de las resacas. Para no perderlo de vista llegar a la estación del tren, en Moreno. Yo también quería ver ese cartel que alguna vez frenó su camino. Conocí a su madre abrazándolo y a fuerza de lavado y cepillo, quitarle toda clase de parásitos y lamparones. Me llevé por delante un guisado de sobras en la hornalla, como única comida conquistada del día. Sentí vibrar esas ganas de ella de tirarse a la calle a gritar como loca por la amargura que disimulaba. Aprecié sus ganas de echarle tóxicos al refrito, de salir de tanta indecencia incorporada y encontrar un huequito propio, entre los absurdos de este mundo. Pero no lo haría. A pesar de los lamentos de la de cinco, con sus manitos sacudiéndose absurdas, incontenibles. En cambio, ella quedaría mirando la gente pasar desde la puerta en la calle de tierra. Estaba atada a un tiempo empobrecido, recogiendo los recuerdos y los presentes junto al polvo acumulado sobre el piso conyugal. Quizás pensaría en su familia resignada al sin remedio, o en morir por ella, frente a un todo para que, si al fin y al cabo todo surgió de algunos revolcones que mejor olvidar. Era una criatura llena de sufrimientos, al que no le tenían permitido imaginar una historia diferente. En aquel momento, regresé al banco de la estación Caballito.
Vea Tío, ya no estaba allí. Manuel había regresado a la vida que asumiría soportar, pero con el ama colmada de fantasías acomodadas en sus sueños. En los impulsos de su sangre, llevaba el ángel de su madre y el sufrimiento por su hermana, la de cinco. Manuel, al que le arruinaron la edad del pavo y no tuvo tiempo de lidiar con el acné que nunca le llegó; llegó a Moreno con un carro cargado de sueños que no podría disfrutar. Manuel me dejó la presencia con un parche de pana en el ojo, y una condena a cadena perpetua por las estrecheses de mi vida donde no tenía espacio para acoplar a alguien como él. Abrió mis ojos, rompió mi alma, despertó en mi corazón. Al día siguiente, volví a la Estación Caballito. Pregunté por el tren a Moreno. La empresa esta de huelga, me dijeron.
Me senté en el mismo banco que el día anterior. Lleve un libro, papel y lápiz. Esperé hasta llegada la noche, pero Manuel no apareció.
En lo que quedaba de esa tarde, en la Estación Caballito; escribí esta historia.


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