viernes, septiembre 01, 2006

Narración breve: Menciones de honor

Ricardo Juan Benítez, Argentina
El hombre de marrón, del fondo de mi casa
Mención de honor

“A Gila”


Jamás había tenido un golpe de suerte en mi vida. Cuándo me dijeron que había heredado una casa, pensé que me estarían haciendo algún tipo de broma pesada. Pero no fue así. El caserón quedaba en el barrio de Caballito. Todavía sobrevivían algunas calles adoquinadas, y la mayoría de las construcciones eran bajas. De esas casas que llaman “tipo chorizo”. La entrada era por un zaguán, con puerta y contrapuerta. Eran de marco de madera, y vidrios repartidos. Los herrajes y la aldaba eran de hierro fundido. Luego de un hall de recepción, se entraba a un patio enorme y embaldosado. Lo cubría una parra de hojas tupidas.
Hacia la derecha había una escalera de mármol, cuyo primer descanso daba una pieza. Al final se entraba a la terraza.
Todas las piezas, una detrás de la otra, daban sobre el patio. En este había unas cuántas macetas con flores y plantas; y un jaulón, que en sus mejores épocas, seguro, estaría lleno de canarios y cardenales. Al final del patio (lo que parecía el final) había una cocina. Detrás de ella, proseguía el patio, y había un par de piezas más y los baños.
Mentalmente hice la lista de elementos. Pintura al aceite y al látex, pinceles, aguarrás, clavos, machimbre, algunas chapas para reparar el techo de la galería. Después tenía que revisar los desaguaderos y la instalación eléctrica. De hecho, tuve que comprar una llave térmica, porque la que había era con tapones y estaba destruida.
Después de dos semanas de arduo trabajo, casi había finalizado. Entonces ocurrió aquello.
-¿Te enteraste que hay un tipo de marrón en el fondo de casa?
Estaba chupando la bombilla, tratando de tragar el mate casi hirviendo que me cebaba Susana. No solo escupí por la boca, sino que un poco se fue por la nariz. Total, que me queme la garganta, y las fosas nasales. Y tosí como un condenado.
-¿Qué dijiste?
-Un tipo de marrón. Lo vi esta mañana.
-¿Y?-la miré incrédulo- ¿Qué hiciste?
-Nada… te lo digo a vos-entornó los ojos con aire conspirador-sos el hombre de la casa. Tenés que ir a hablar con él.
-¿Si? ¿Y que le digo?-el esófago me ardía, y no era de acidez- Buenas, señor ¿Cómo está? ¿Le incomoda que viva en mi propia casa?
-Nuestra… nuestra casa…
-Claro, nuestra casa-de nuevo la miré esperando que me dijera que era una broma-¿Por qué no empezaste a los gritos?
-¿Porqué? Si el pobre viejo ni se escuchó en todo este tiempo.
-Bien, ¿Y porque no lo invitas a cenar?
-¡Ay! ¡Haceme el favor!-ahora ya estaba alterada- anda a hablarle, para saber quién es. O si no mejor… habla con la inmobiliaria, a ver que te dicen.
En la inmobiliaria, me dijeron que tenía que hablar con la escribanía. Y en la escribanía que tenía que hablar con mis tíos, haber si sabían algo. No sabían nada.
-Mirá nene-para mi tía siempre era el nene- creo que la abuela Jacinta me habló de un señor. Creo que era carpintero, y que le subalquilaban una piecita. ¡Pero hace tanto! No se más nada.
Mi tío, como siempre, no sabía nada de nada. Excepto armar su pipa para ir a fumar a la vereda.
-¿Qué vas a hacer?-Susana me miraba casi con lástima.
-¿Y si voy a la comisaría?
-¡No lo puedo creer! Me casé con un hombre sin huevos. ¿Qué te van a decir en la comisaría? ¿Sabés cuántas casas tomadas hay en el capital?
-Una casa tomada… significa varias personas, acá estamos hablando de un viejo.
-Ese es el tema-me dijo socarrona-un viejo. Mañana sacalo de las solapas a la calle, tonto.
Al día siguiente llegué hasta la piecita. Estaba al fondo, al lado del baño más pequeño. Había un tema, y que no era menor. Yo jamás lo había visto cuándo hacia las reparaciones. Tampoco cuándo, necesariamente, el tipo tuviera que hacer sus compras. ¿Habría alguna entrada secreta que yo no conocía?
-Dejá, viejo-la voz de Susana a mis espaldas- ¿Qué mal puede hacer? Los chicos lo quieren, están horas con él.
-¿Los chicos? ¿Esteban y Paula? ¿Nuestros hijos?
-Si, lo adoran.
-Pero… ¿Si el tipo es un pervertido? Pensá, si les hace algo.
-Boludo, ¿Cómo podés…?
-Esas cosas ocurren, no es ninguna novedad…
El asunto, es que me convenció. Pero en la semana ocurrió algo, que me decidió a enfrentarlo.
-¿Qué es eso que tenés ahí, Paula?
-Un crucifijo, me lo hizo el señor de marrón…
-Ni siquiera le conocés el nombre…
-No, le decimos abuelo.
-¿Me lo dejás ver?-lo tomé en mis manos.
Yo nunca había sido demasiado creyente, pero el contacto con aquel crucifijo me sensibilizo. Era como si la madera irradiará tibieza, y calma.
-Papito… ¿Estás llorando?
Tenía un nudo en la garganta, y las lágrimas caían por mis mejillas a raudales. No podía dejar de acariciar la imagen del Jesús crucificado y sufriente.
Paula había ido a buscar a su madre, y volvió con ella y con su hermano. Los tres me miraban sin entender demasiado. Creo que jamás me habían visto llorar; ni yo entendía que pasaba. Me acerqué a Susana y le di el crucifijo, y dejé de llorar instantáneamente.
Susana lo miraba con los ojos vidriosos, pero en ningún momento rompió en llanto.
-¿Qué vas a hacer?
-Primero quiero el crucifijo envuelto en alguna tela. Después, mañana a la mañana voy a hablar con este hombre.
Temprano me levanté, y salí a caminar por el barrio. Puse mi mente en blanco, y disfruté de los primeros rayos del sol. Algunos chicos con sus guardapolvos blancos iban al colegio, entre risas y gritos. Una señora paseaba su diminuto perro, y el carnicero estaba abriendo su negocio. Trate, sin mucho éxito, de no pensar en el extraño incidente de la noche anterior. Después de caminar unas cuántas cuadras, decidí volver bordeando las vías del tren. Pasó uno, con su acostumbrado chillido a hierro sobre hierro.
Ya estaba decidido. Era el momento de hablar. Pero al doblar la esquina, me encontré con que algo andaba mal. Un patrullero estaba frente a mi casa, y una comisión policial esperaba en la entrada. También había una ambulancia, y estaba llegando otro patrullero.
-Perdón… ¿Usted es el dueño de casa?
-Si…
-¿Me podría acompañar?
Entré, y en el hall estaban Susana y mis hijos. Me miraron en silencio, y serios.
-Por acá, señor.
El oficial me indicó la cocina. Pero seguimos, hasta el fondo. La pieza del hombre de marrón.
-Buenas… disculpe ¿Usted sabía de esto?
-Bueno… mi señora me había comentado algo, y yo…
-¿Por qué no nos llamó de inmediato?
-Pensé que yo podía manejar la situación-Los policías se miraron perplejos-No los quería molestar por una pavada… después de todo venía a hablar con él…
Ahora si, los tipos me dedicaron una mirada que mezclaba el asombro con la reprobación.
-¿Y se puede saber como iba hacer eso?-La voz del oficial sonó burlona.
-A eso venía, cuándo…
-Espere-levanto la mano-sígame… así me explica mejor.
Al entrar en la habitación, varias sensaciones me invadieron. El sentido olfativo fue castigado por un hedor a encierro. Humedad, como a hongos putrefactos. Un calor propio de las piezas que han estado mucho tiempo cerradas. Varias personas, algunas con guardapolvos y guantes de látex, rodeaban la cama.
-El cadáver está momificado, por eso no despedía olor-unos de los de guardapolvo estaba hablando-Tendremos que hacer algunos estudios, pero la muerte data de unos cuántos años.
El policía me miraba socarronamente. Yo miraba el crucifijo de madera que pendía sobre la cabecera de la cama.
-Bien… ¿Me puede explicar?
-Perdón, oficial ¿Usted habló con mi señora? ¿Con los chicos?
-Si… pero están algo alterados, preferí esperar a que se tranquilizaran.
Salí de la habitación seguido por los dos policías, y me dirigí al comedor.
-Susana ¿Dónde está el crucifijo?
-Ahí… está envuelto en la franela…
Me acerqué al trapo amarillo sobre la mesa, y lo abrí. No contenía nada. Solo atiné a alzar la mirada, y mirar a mi familia. Tendríamos un arduo trabajo para explicar lo inexplicable.

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Cierta familiaridad con los travestís
Marcelo Mangiante, Argentina
Mención de honor


Si al lado de la casa de Javier hubiese uno de esos sucuchos en donde un barbudo está todo el día yiiiiiinnnnn con la aguja tatuando a la gente él seguro terminaría con una doncella alada esculpida entre los omóplatos, se grabaría todos los CDs de Marley aunque después no los escuchara y, es muy probable, tendría amoríos y conflictos con una chica punk de trenzas y de largas polleras.
Si viviera junto a una farmacia, un día que anduviera engripado, le sacaría charla a la farmacéutica pidiéndole que le recomiende un buen antigripal, porque la verdad es que se enferma seguido.
Pero ni rastros de algo así. Javier vive en la esquina de la terminal de ómnibus, a 15 metros de lo que popularmente se conoce en Paraná como la "la plaza de los travas". Toda la noche y hasta bien entrado el día los bares abiertos, la música fuerte, los bulos a media luz, haciéndose obvios por su supuesto propósito de pasar desapercibidos y por sus mesas grasientas. Toda la noche las risas y los gritos de las locas, altísimas, taconísimas, en la vereda de enfrente. Vienen de barrios marginales y de barrios bien. Han venido de Santa Fe. Y se ha armado la podrida. Lo más jodido fue cuando la inundación, hace un año. Llegaban a la terminal los colectivos llenos de locas: locas conocidas y locas nuevas. Allá habían perdido todo, hasta los clientes, y mucho no podían laburar: un poco el qué dirán y, más que nada, la competencia.
3 muertas fue el saldo. Primero, una de las nuestras, Sandy, Q. E. P. D. Luego, dos de la visita. Total: 14 balazos. Así se calmaron las aguas --cada cosa volvió a su lugar-- pese a que todas prometieron venganza: hasta las que hubieran debido agradecer, o pedir perdón. Javier sostiene que se juraban revancha para parecer más bravas y mantener bien lejos a las rivales. Porque había que ver a Flavia Palmera y sus turritas inundadas cómo huían despavoridas con el sorongo achicharrado entre las piernas. Humillación pura.
Las que hace años que laburan, por lo general alquilan en el barrio. El resto las respeta más que a nadie: son las que se aguantaron todas. Alguna herida de guerra tienen, de eso nadie se salva. Son las que les explican a las nuevas sus derechos legales, leen y hasta proponen ordenanzas al concejo deliberante. Puede que ya estén medio reventadas, pero el ascenso social para estas chichis pasa por la trayectoria. El cuerpo es lo que más cuidan, pero siempre es un envoltorio, un pretexto, un anzuelo. Lo que cuenta es quién sostiene la caña. Y eso se sabe afuera del agua: el cliente es el que menos entiende, cree que todo termina en el cuerpo; los travestís saben que ahí es donde todo empieza.
Sheila es la reina. Tuvo participación decisiva cuando estalló el bolonqui con las santafesinas. Ella solita organizó la resistencia, con eso llegó a la cumbre. Los canas se habían mandado a guardar. Ni un cabecita en la puerta de la comisaría dejaron. Y Sheila los sacó a patadas a la calle. "Al servicio de la comunidad. ¡Ja! Cagones". La alianza hace la fuerza y a las armas las lima el diablo. Así nadie es autor de nada y no hay más víctimas que las fatales. La humillación de un bando es el glamour del otro bando. Hoy Sheila es orgullosa propietaria y vive en paz.
Cuando tiene que hacer trámites, cosas legales, cede su cuerpo a Carlos y tiene pelo corto. Carlos, suele ser un momento molesto de su vida entre las 2 de la tarde y las 8 de la noche. La casa de la reina se conecta, vía medianera, con la de Javier.
Desde el otro lado del tapial el grito sobresalta a Javier, que está regando el limonero del patio:
--Javier, se me quebró el sacacorcho. ¿Me prestás uno?
El la aprecia. Gracias a ella se ha enterado de que, contra lo que él creía, la gran mayoría de los tipos que se acercan a un travestí no lo hacen con la intención de llenar el hueco ajeno sino el propio. Sheila le ha contado varios secretos de la profesión.
--Lo que más rinde son las despedidas de soltero. Pero tenés que tener cuidado. Los de clase alta o baja pueden ser peligrosos. No cumplen lo que arreglan. Te pueden dejar de hospital o peor. Los que son unos tiernos totales son los de clase media. Regatean siempre, pero siempre pagan. Pedís el doble, trabajás la mitad de tiempo y te sacrificás la cuarta parte, porque pocas veces llegás a tener sexo. Tenés que bailarles, provocar, provocar y provocar. Eso con el cuerpo. Pero ponés cara de inaccesible. No te digo que funciona todas las veces, pero… 90 por ciento sí. 90 por ciento, eh. Se intimidan, ¿me entendés? Y se conforman con la franela. Ay, mirá Javi, vos que sos un divino tendrías que entrar en el negocio. Te llamarías, a ver déjame que piense… Candela. Candela, la que te quema. Y serías mi protegida. ¡Dale!
A Javier no le convence la idea de entrar a prostituirse, al menos eso es lo que nos dice. Lo cierto es que aunque le atrae el despelote que es ese ambiente, no tiene mucho feeling con las locas. Solamente con Sheila ha logrado entablar una charla que pase de dos minutos. Y más que nada porque la tiene viviendo al lado y ella es super-charlatana.
Ahora Javier está con una gripe furiosa, que no se puede ni levantar al baño. Siente que necesita una farmacéutica que lo mime, que lo medique. O una punkita que le enrede el pelo sobre la frente. Y abre grandes los ojos al descubrir, solo en su cama y con 39º de fiebre, que en toda su vida nunca vio ni a Sheila ni a ninguna loca estornudar una sola vez. Jamás un mísero resfrío. ¿Cómo puede ser que ellas, trabajando al aire libre, a veces con 5º bajo cero, con esas minis cortísimas, no terminen internadas? Cuando me reponga, piensa, le voy a preguntar a Sheila qué marca de antigripal usan.
Pero qué va. Sheila está en coma y le contará un secreto más si se recupera de los 9 balazos que le encajó Flavia Palmera, la reina santafesina, que esta noche burló --¿burló?-- la vigilancia policial de dos provincias y bajó en la terminal vestida de varón, y en menos que cacarea una gallina, sacó la 45, disparó y subió otra vez al ómnibus que, cinco paradas más adelante, mañana al mediodía, de no pasar nada raro, llegará a Camboriú, más allá de la frontera con Brasil.

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La fosa
Gabriel Francisco Tejerina, Argentina
Mención de honor


Caminaba por el bajo, se preguntó al acercársele un harapiento con barba y olor a vino que le pidió diez centavos, si ese hombre podría adivinar si él, Martín Gabriel Luna, de treinta y dos años, estaba regresando o estaba yendo a algún sitio.
Lo miró fijamente Martín a los ojos al harapiento, éste le devolvió la mirada, pero no lo veía a él. Observó Martín que el harapiento hacía unos movimientos con sus brazos, le pareció que realizaba aquella secuencia que se practica cuando uno se dispone a la lucha, cuando uno se prepara para pelearse a trompadas.
-Diez centavos- dijo el harapiento, algo nervioso y escupiéndole todo el hedor a vino y a comida rancia a los labios de Martín.
Sintió el muchacho que se tragaba todo ese vino barato, trató de expulsar su saliva, pero no lo logró y se la embuchó de un saque. Una mezcla de asco, violencia y también pudor se apoderó de Martín.
¿Qué edad tendría el harapiento?, “acaso unos años más que yo, no más de siete u ocho, pero parece un viejo de cincuenta”, se contestó Martín, quizá un tanto reconfortado en ver la miseria ajena en primer plano.
-¿Te doy diez pesos, si adivinás si vengo o si voy?- sorprendió Martín.
-¿Qué decís pibe?
“Hasta ya se piensa viejo, se cree viejo y lo es, ¿o acaso una cronológica edad puede más que contra un centenar de experiencias de pura mierda?”, reflexionó Martín.
-Que te doy diez mangos, si acertás en si vengo o si voy- El harapiento se rascó la cabeza y lo miró con malicia y desconfianza a Martín.
-No es joda, acá están los diez mangos, mirá- Martín buscó en su campera y no encontró nada, metió entonces la mano en su bolsillo trasero del jean y allí estaban los arrugados diez pesos, que él denominaba “los del culo, los que nunca se juegan”. Se los puso frente a la cara al harapiento y se los pasó bruscamente por la nariz. El harapiento hizo también un movimiento brusco para desembarazarse no sabía bien de qué. Disfrutaba Martín lo patético de la situación, se regocijaba en la humillación.
-Salí pibe que te voy a partir una botella en las bolas- dijo, finalmente, el harapiento mientras retrocedía. Martín pensó que pensaba el harapiento que de aquella situación no llevaba el control. Pensó que pensaba el harapiento que ello lo exasperaba. Pensó Martín que pensaba el harapiento que sólo se defendía, perpetuamente.
-Tranquilo, viejito- dijo Martín. Es sólo voy o vengo.
-Venís pibe, venís- dijo el harapiento sin esperar recompensa, dijera lo que dijese.
-¿Por qué lo decís, viejito?
Dame la plata pibe, y rajá de acá, que están llegando los compadres y ahí de qué te disfrazás.
-¿Por qué decís que vengo?
Sos una mierda falluta ¿ves? Así no era el trato pibe, rajá, pibe, rajá…
- Sí, lo soy, pero no de la forma que pensás, sino distinto, viejito. Es tuyo, perdiste, pero da igual- le dijo casi gritando Martín y arrojándole el billete al suelo. Se alejó despacio el muchacho y encendió un cigarrillo, sonrió al pensar que el harapiento tendría que agacharse para recoger el billete. No necesitó darse vuelta y contemplar la imagen para sentirse satisfecho.
Al llegar a Lavalle, pensó Martín que lo cierto es que estaba en problemas. En realidad siempre lo había estado desde que había empezado a jugar, sólo que ahora se enfrentaba con seguridad a un dilema final podríamos decir. Porque no existían soluciones varias, más o menos complejas, sino una única salida o quizá la nada misma, que en realidad no era otra cosa que una consecuencia lógica. Y no había ya desquite.
No iba a aburrirse pensando cómo había llegado hasta este patético punto, además hacía demasiado frío y nunca había sido aficionado a la historia, porque siempre había sentido que no era más que un raconto estéril y muerto. Y, sobre todo, inmodificable, lo cual implicaba que confesase que sentía un rechazo visceral a aquello que se le cuadraba como invariable.
No era sin embargo soberbia lo que lo movía a sentir de esta forma y menos aún cobardía.
Martín Gabriel Luna le escapaba a aquello que estuviera ya decidido, a aquello de lo que ya nada había qué esperar.
“¿De qué sirve una belleza que no se contempla, una caricia que no se siente, un libro que no se lee?, podrán decirme que queda el recuerdo, la enseñanza, es todo basura. Lo único que justifica es la reacción y algo ya decidido no puede generar más que desazón, por más que la caricia sea de la dama más bondadosa y bella, o el libro sea una obra maestra húngara”, reflexionó mientras guardaba sus manos en los bolsillos de la campera.
Es muy probable que el sentir de esta forma lo haya convertido en un jugador a martín Gabriel Luna, porque allí en el juego es donde se expresaba para él la última forma de libertad y se desarrollaba la vida real, aquella que invalidaba a la muerte pretenciosa, siempre bien dispuesta a capturar con sus tentáculos, llámense enfermedades, pero también recuerdos.
“Es en el juego donde un hombre encuentra todos los sentidos de la naturaleza, porque no hay nada allí echado y se arriesga uno al todo y no a la nada como algunos creen tontamente, porque la nada se nutre solamente de aquello que ya no puede ser otra cosa más que eso, aquello que ya ha tomado su última forma”, masculló y expulsó fundiéndolo a la bocanada de su nuevo cigarrillo.
Cuando cruzó Coronel Díaz Pensó Martín Gabriel Luna en el harapiento borracho y se dio cuenta que aquella escena del juego había sido sólo una fantochada.
Que el harapiento había ganado, porque ese hombre ya se había resignado hacía rato. Había comprendido que no hay juego que merezca ser jugado, que la voluntad y el esfuerzo sólo nos vuelven más patéticos o mejores muñecos, pero nunca hombres.
Subió a su departamento en Guemes 3311, abrió el cajón del escritorio de su estudio, tomó el fajo de billetes y aceleró el paso.
Paró el primer taxi que vio. Seguía nublado.

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El tren
Ulises Carlos Córdoba, Argentina
Mención de honor


Todo esta listo para que el tren con su fila de vagones, parta rumbo a su destino. Un silbato y el tañido de una campana anuncian su salida. Los pasajeros se ven inmóviles a través del vidrio de las ventanillas. La máquina, denotando un gran esfuerzo, se pone en marcha lentamente. Luego, su paso se acelera devorando distancias sobre firmes y brillosos rieles donde el reflejo de la luz juega a las escondidas. En tramos, las señales verdes le indican que tiene vía libre, continuando su raudo avance desplazándose sobre puentes y entre árboles y postes telegráficos que como espectadores moviéndose en sentido inverso, se hubieran convocado para saludar el sorprendente paso del convoy.
Los campos con sus animales y sembrados raudamente cambian de fisonomía desapareciendo en una perspectiva de difusos matices y cambiantes colores.
Con la llegada a la primera estación y cuando el tren se detiene, se produce un movimiento desusado. En pocos minutos todo vuelve a la normalidad aprestándose la máquina a proseguir su viaje. Nuevamente un silbato y el tañido de una campana resuenan en el vistoso andén.
En su raudo y veloz viaje el tren se encuentra, sorpresivamente, con un cambio de vía que lo desplaza hacia la derecha.
Esta repentina innovación produce el descarrilamiento de la locomotora con todos sus vagones.
Como idóneo ferroviario jubilado, el abuelo, en ese instante, se abraza con su nieto conmovido por lo que acaba de suceder y como sumergido en un largo túnel cuyo final es un límpido cielo azul, inusitadamente, se ve envuelto por un estado de ensoñación que lo lleva a retrotraerse en el tiempo, rememorando su pasado de maquinista, cuando el horario de partida y de llegada era una honra. Cuando junto al fogonero calculaba la cantidad de leña o carbón que debían introducir en el incandescente fogón o caldera, para que la presión de 200 libras por pulgada cuadrada, se mantuviera firme e inamovible.
La velocidad estaba dada por esa elemental presión.
En este caso, él la hubiera reducido a la mitad antes de entrar en ese cambio de vía.
Su máquina en aquella época, era la doscientos noventa y uno que mantenía bien pintada, lustrada y engrasada. Los bronces de manivelas y otros elementos, emitían el permanente reflejo de su brillo ante la negrura de su entorno.
Su silbato era reconocido en todas las estaciones cada vez que hacía su arribo. Uno bien largo y otros dos mas cortos, como una escueta señal transformada en audible imagen auditiva.
En la estación colmada de gente, el vagón correspondiente a la estafeta de correo abría su puerta corrediza y se ponía en movimiento. El estafetero entregaba y recibía las sacas de correspondencia que le aportaban los empleados del lugar.
Los pasajeros en ágil movimiento se desplazaban en idas y venidas hasta que luego de algunos minutos volvía la calma.
Entonces, mediante su accionar sobre las palancas respectivas, la máquina, que en ese ínterin había sido provista con el agua faltante, se ponía en movimiento con sus ruedas de acero. Estas, ante un aceleramiento deliberado, patinaban o resbalaban sobre los rieles. Luego, afirmadas convenientemente, lograban que la locomotora reiniciara su marcha con su carga a cuesta. El silbato y la campana, que significaban un aviso premeditado, le daban la despedida.
Él, retribuía la atención con su audible silbo, imaginariamente codificado, entrecortado como un mensaje en código Morse.
Mientras el abuelo, seguía sumergido en su pasado, el nieto colocó nuevamente su trencito sobre las vías para continuar con su recorrido abruptamente interrumpido.


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