viernes, septiembre 01, 2006

Narrativa, 3er. lugar: Web stress por Luis Enrique Gutiérrez González, Venezuela

Web stress
Luis Enrique Gutiérrez González, Venezuela
Tercer lugar


Había gastado todos mis ahorros en la compra de la mejor computadora existente en el mercado: la de mayor velocidad de proceso, con una enorme capacidad de memoria principal y un volumen en disco duro como para almacenar los conocimientos de media humanidad. Complementé mi adquisición con un monitor extra plano de extraordinaria resolución y un sin fin de accesorios que iban desde un teclado aerodinámico y un “mouse” inalámbrico, hasta lo más reciente en multimedia, impresora, “scanner” y pare usted de contar.
Eso fue hace algo más de seis meses. Recuerdo la emoción que sentí al extraer cada componente de su caja, aún sellada; el proceso de ensamblar sus diferentes partes utilizando los manuales de instrucción, la conexión física de cada cable, y finalmente el momento cumbre: el encendido. ¡Perfecto!
A continuación la instalación del sistema operativo, de los programas de reconocimiento y operación de los diferentes dispositivos y de un sinnúmero de programas de aplicación. ¡Toda la santa noche!... y buena parte del día siguiente para superar alguno que otro problemita que, con tesón y mucha lógica, pude resolver sin buscar ayuda.
Si; recuerdo cada instante, cada segundo desde que introduje en mi vida el bendito aparato...
«¡Qué nota! ¡Todo listo! Al fin tengo la máquina que tanto soñé: hojas de cálculo, procesadores de palabras, manejadores de base de datos, lenguajes de programación de avanzada; todo aquí, conmigo. Dispongo del enorme poder de la más reciente tecnología. Y ahora lo más importante, lo que en resumidas cuentas me motivó a comprar todos estos equipos: ¡Internet!»
Intenté comunicarme con el proveedor que había seleccionado después de verificar durante días y más días las tarifas, beneficios, velocidades y todo aquello que me permitiera sacar el mayor provecho a los potentes “hierros” que adquirí.
«¡Qué difícil la comunicación! ¡No atienden!»
Cuando al fin, luego de marcar el número no menos de doce veces, logré ponerme con un especialista y le expliqué mis necesidades, me dijo que esperara un momento, pues mi caso tenía que ser atendido por otro técnico. El segundo “experto”, a quien tuve que repetir la perorata que le había soltado al anterior, me pasó con un tercer técnico; y éste a un cuarto:
«—Señor, lo único que quiero es solicitar el servicio de Internet, ¿es eso tan complicado? —le dije con voz cansada.
—No amigo, eso no es complicado; pero entienda usted que existen muchas especialidades y que no podemos saber de todas ellas. Dígame usted, en que puedo ayudarlo —recitó de manera tan mecánica, que imaginé que a todos los que atendía les decía lo mismo».
En pocos segundos expuse por cuarta vez mi frustrado deseo de instalar Internet en la computadora recién comprada.
«—¡Ah, es eso!, haberlo dicho antes —me respondió el personaje al otro lado de la línea, mientras yo sentía que mi sangre alcanzaba una mayor temperatura.
—Ya lo he dicho cuatro veces con esta, pero, por favor, no perdamos más tiempo.
—Está bien amigo; haga lo siguien... tuuu, tuuu, tuuu, tuuu...
¡Se colgó la llamada! »
Tuve que iniciar nuevamente la aventura: lograr la comunicación y esperar a que me pasaran un técnico que atendiese específicamente mi requerimiento. Antes de conocer su nombre... se volvió a colgar la llamada.
«¡Coño, quiero instalar Internet!»
Cuatro días después todo estaba en orden. Por supuesto tuve que disponer de una mañana entera para ir personalmente a la oficina técnica del proveedor y recibir un instructivo detallado y un “CD” con cuyo apoyo pude lograr mi cometido en pocos minutos.
«¡Al fin! Me encuentro en el peaje de la autopista tecnológica. Prendo mis motores; arranco... www.allavoy...
—Necesito enviar correos; muchos correos. Tengo la dirección electrónica de gran cantidad de amigos y quiero que sepan que ya estoy con ellos. Debo llenar el directorio de contactos y organizar los grupos para enviar mis mensajes por lotes.
Aquí me hallo ahora; frente a mi súper monitor, acariciando el teclado. ¿Qué les escribo?; ¿qué les digo? Realmente no se me ocurre nada. Necesito mandarles algo interesante, que los impacte. No puedo enviarles puras estupideces; no vaya a ser que me tilden de ignorante o superfluo. Mi estreno en la “Web” no debe pasar desapercibida. ¡Qué broma con esta cabeza mía!»
Un día después empecé a recibir correos, muchísimos correos; la mayoría de ellos amenazando mi vida y la de los míos si no cumplía con lo que solicitaban o no reenviaba los mensajes a otros internautas siguiendo sus instrucciones: “envíalos a diez, a cincuenta... a cien de tus contactos, si no quieres que mañana te atropelle un carro, asalten a tu mamá, te salgan gusanos por la boca o se te aparezca el mismísimo diablo en ropa interior”.
No podía arriesgarme a que eso sucediese, por lo que asumí el reto de darle respuesta a todos, sin excepción.
Pornografía como por encanto. Se reproducían los mensajes que entraban en mi buzón sobre temas sexuales: chistes, fotos, videos y conversaciones en vivo. A diario, no menos de dos mujeres en pelota se mostraban insinuantes sobre la pantalla, camuflajeadas entre el resto de íconos del escritorio, sin que yo hubiese hecho nada para ello... o al menos eso era lo que yo pensaba.
«Si mi madre viera esto se desmayaría ¡Qué vergüenza! Tengo que borrarlo todo. Debo eliminar el historial de páginas que he accedido, desaparecer por completo las pistas que pudiesen haber dejado las subrepticias “madamas” y los tahúres tecnólogos que, cual magos, las hacen aparecer a diestra y siniestra. ¿Cómo hago? ¡Carajo, que fastidio!; si sólo me metí en un par de esas páginas por pura curiosidad».
Las horas que pasaba enfrente del monitor se multiplicaron. Ya casi no dormía. Me estaba convirtiendo en un “zombie” tecnológico, en un autómata digital; esto último porque sólo maltrataba el teclado con mis dos dedos índices.
Participé con frecuencia en una increíble cantidad de foros y “chats”. Me iba dando a conocer.
Mi lista de favoritos llegó a saturarse de páginas cuyo contenido me entusiasmaba al principio, pero que después de accederlas un par de veces me daba cuenta de que sólo servían para embrutecerme. Lo malo era que después no podía desinstalarlas. Las muy parásitas se pegaban como sanguijuelas a mi disco duro. No pasaban cinco minutos sin que los llamativos objetos que las promocionaban se mostrasen titilando y saltando en la pantalla para llamar mi atención.
Sin embargo seguí indagando, investigando, bajando a la computadora nuevos programas, juegos, videos; toda clase de páginas. Era una obsesión que no estaba en capacidad de controlar. Comencé a perder el dominio sobre el contenido de mi máquina y sobre mis actividades diarias. Mi manía iba en aumento y me exigía más cada día.
Enviaba cientos de e-mails diarios, casi todos ellos respondiendo a correos de origen desconocido que me llegaban por docenas y que por alguna razón que aún desconozco me era imposible dejar de leer y contestar. Lo que si pude comprobar es la falsedad de lo que ofrecen esos mensajes, ya que de ser ciertas tantas promesas en estos momentos yo sería millonario, santo y feliz.
Luego de cuatro meses “conectado” a Internet dejé de asistir a la universidad. No tenía ni tiempo ni disposición para ello. Olvidé las fiestas, los paseos, las salidas con las chicas y todo aquello que fuese capaz de separarme un segundo de mi computadora. Comprendí y acepté mi condición de esclavo de la “Web”.
Como puede preverse discutí mucho con mis padres, pues comenzaron a preocuparse seriamente por mi salud mental y física; pero nada de lo que hicieron o me dijeron pudo hacer que despegase mi vista del monitor. Sentía un enorme poder al comunicarme con todos, al estar al mismo tiempo y a toda hora en los lugares más distantes del planeta... me sentía el centro del universo.
Hace un mes me montaron una celada. Estoy convencido de que mamá y papá tuvieron algo que ver con ella porque para ese tiempo habían disminuido sus críticas y se mostraban más condescendientes con mi “enfermedad”. Además... ¿quién pudo haber desactivado mi antivirus ese aciago día?
El ataque fue masivo y simultáneo. Si mal no recuerdo, los correos portadores de los “gusanos” que dirigieron su maligno potencial a los puntos más vulnerables de mi computadora, provenían de mis contactos más frecuentes; de mis “amigos”. ¡Malditos traidores!
No lo pude soportar; a medida que observaba que los directorios de mi sistema operativo desaparecían como por arte de magia; que sucesivos mensajes de error iban presentándose en la pantalla como gritos desesperados y angustiosos de mi adorada máquina, herida de muerte, la rabia se fue apoderando de mí. Nadie quiere creerme, pero les juro que en esos instantes mi computadora comenzó a doblarse, a contorsionarse de dolor y a dar alaridos pidiéndome que la auxiliara. Intenté apagarla pero me fue imposible. Corté la corriente eléctrica, pero de nada sirvió. El proceso degenerativo continuó como si nada. Lo que presencié en ese momento fue el final de un ser vivo. Mi preciado artefacto se derrumbaba. Creo haber visto una voluta de humo negro elevándose desde el procesador, mientras el monitor exhalaba un último y agónico suspiro. Me abracé a él como un loco pidiéndole que no me abandonara. Fue un postrero acto de solidaridad que desgraciadamente terminó en fracaso.
No pude contener mi rabia. La emprendí contra todo lo que se encontraba a mi alcance. Destrocé mi habitación y luego continué con el resto de la casa, para finalmente atentar contra mi propia humanidad. No recuerdo más nada de ese día.
Ayer me quitaron la camisa de fuerza. Los médicos dicen que en un par de semanas me dejarán salir de esta celda acolchada.
Después de expresarles mi deseo de escribir algo sobre la experiencia vivida, me han traído unos creyones de cera y algunas hojas de papel en blanco. No dejan de observarme a través de algunos agujeros que se encuentran estratégicamente situados en las paredes de la habitación. Parece que estuviesen esperando el momento oportuno para atacarme; como si fuesen virus.
Le he dicho a mamá que deseo transcribir esta historia. Se ha mostrado muy entusiasmada por mi iniciativa, pues considera que es un indicio de que estoy mejorando. Me asegura que lo podré hacer tan pronto me den de alta y que hablará con mi abuelita, pues cree que ella aún conserva la vieja máquina de escribir que utilizaba en sus tiempos de estudiante.
Me causó risa esta propuesta. Mamá desconoce que lo último que mi computadora me dijo, como un susurro agonizante, fue que nos volveríamos a encontrar... más pronto de lo que me imaginaba. Espero con impaciencia el momento del reencuentro.